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 Ensayo

 

La contraseña de los solitarios. Diarios de escritores.

¿Qué sentido tiene llevar un diario para quien lo escribe, es decir, para alguien que de todos modos escribe muchísimo, porque su profesión es escribir?” (Elias Canetti). La principal estrategia crítica de la que eché mano en los últimos años para ensayar lecturas de diarios de escritores consistió en mantener abierta esta pregunta, activos el asombro y la curiosidad que alientan su enunciación. ¿Qué acciones y qué pasiones despierta la práctica del diario cuando la sostiene alguien que “escribe muchísimo”? Más que lo específico de un género en el contexto de las llamadas “escrituras del yo”, me interesa la figura del diarista como alguien, o algo, que el ejercicio de la notación incidental va componiendo, hasta darle la consistencia de un carácter, mientras secretamente lo deshace en el flujo misterioso de lo impersonal, cuando sus actos cobran, para el que lee, valor de gesto.

Por diario de escritor entiendo, cuando salto de la evidencia empírica a la arrogancia conceptual, un diario que, sin renunciar al registro de lo privado o lo íntimo, expone el encuentro de notación y vida desde una perspectiva literaria y desde esa perspectiva se interroga por el valor y la eficacia del hábito (¿disciplina, pasión, manía?) de anotar algo en cada jornada. Aunque por lo general la sitúen en el borde externo de los márgenes que delimitan su actividad, la práctica del diario plantea a los escritores problemas específicos de técnica literaria, ligados a la conciencia que han adquirido de los poderes y los límites del lenguaje cuando se propone representar o capturar de algún modo fragmentos de vida, como así también les plantea cuestiones más mundanas, ligadas a las posibilidades o los riesgos de la autofiguración (¿a través de qué imagen se lo reconocerá, la de un egotista impenitente, la de una moralista o la de un experimentador –según la trillada metáfora del diario como laboratorio?). Cuando hablo de perspectiva literaria, pienso entonces, a la vez, en exigencias institucionales determinadas históricamente, y en los requerimientos del deseo de literatura (deseo de un encuentro inmediato entre vida y escritura) que liga secretamente al escritor con su obra.

 

Alberto Giordano nació en Rufino (Santa Fe) en 1959. Es profesor de literatura argentina y de teoría literaria en la Universidad Nacional de Rosario, e investigador del Conicet. Ha publicado Modos del ensayo (Beatriz Viterbo, 1991 y 2005), La experiencia narrativa (Beatriz Viterbo, 1992), Roland Barthes (Beatriz Viterbo, 1995), El giro autobiográfico de la literatura argentina actual (Beatriz Viterbo, 2008), El tiempo de la convalescencia (Iván Rosado, 2017) y El tiempo de la improvisación (Iván Rosado, 2019).

La contraseña de los solitarios, Alberto Giordano

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¿Qué sentido tiene llevar un diario para quien lo escribe, es decir, para alguien que de todos modos escribe muchísimo, porque su profesión es escribir?” (Elias Canetti). La principal estrategia crítica de la que eché mano en los últimos años para ensayar lecturas de diarios de escritores consistió en mantener abierta esta pregunta, activos el asombro y la curiosidad que alientan su enunciación. ¿Qué acciones y qué pasiones despierta la práctica del diario cuando la sostiene alguien que “escribe muchísimo”? Más que lo específico de un género en el contexto de las llamadas “escrituras del yo”, me interesa la figura del diarista como alguien, o algo, que el ejercicio de la notación incidental va componiendo, hasta darle la consistencia de un carácter, mientras secretamente lo deshace en el flujo misterioso de lo impersonal, cuando sus actos cobran, para el que lee, valor de gesto.

Por diario de escritor entiendo, cuando salto de la evidencia empírica a la arrogancia conceptual, un diario que, sin renunciar al registro de lo privado o lo íntimo, expone el encuentro de notación y vida desde una perspectiva literaria y desde esa perspectiva se interroga por el valor y la eficacia del hábito (¿disciplina, pasión, manía?) de anotar algo en cada jornada. Aunque por lo general la sitúen en el borde externo de los márgenes que delimitan su actividad, la práctica del diario plantea a los escritores problemas específicos de técnica literaria, ligados a la conciencia que han adquirido de los poderes y los límites del lenguaje cuando se propone representar o capturar de algún modo fragmentos de vida, como así también les plantea cuestiones más mundanas, ligadas a las posibilidades o los riesgos de la autofiguración (¿a través de qué imagen se lo reconocerá, la de un egotista impenitente, la de una moralista o la de un experimentador –según la trillada metáfora del diario como laboratorio?). Cuando hablo de perspectiva literaria, pienso entonces, a la vez, en exigencias institucionales determinadas históricamente, y en los requerimientos del deseo de literatura (deseo de un encuentro inmediato entre vida y escritura) que liga secretamente al escritor con su obra.

 

Alberto Giordano nació en Rufino (Santa Fe) en 1959. Es profesor de literatura argentina y de teoría literaria en la Universidad Nacional de Rosario, e investigador del Conicet. Ha publicado Modos del ensayo (Beatriz Viterbo, 1991 y 2005), La experiencia narrativa (Beatriz Viterbo, 1992), Roland Barthes (Beatriz Viterbo, 1995), El giro autobiográfico de la literatura argentina actual (Beatriz Viterbo, 2008), El tiempo de la convalescencia (Iván Rosado, 2017) y El tiempo de la improvisación (Iván Rosado, 2019).